Ande yo caliente...

Ande yo caliente...

Joseba Pérez Suárez, socio jubilado del Grupo MONDRAGON.
La mayor empresa de mi país. Una cooperativa en la que decenas de miles de personas NOS HEMOS DADO Y NOS SEGUIMOS DANDO trabajo en un proyecto multiservicios que abarca infinidad de ámbitos que van de la construcción a la ingeniería y de la educación a la salud, pasando por el ocio, la máquina-herramienta, la alimentación, la automoción, las finanzas, la ayuda al tercer mundo o la propia protección social, por citar solo algunos.
20/12/2022

Variopinto mundo el que abarcamos. Cada cual en su puesto, ayudando a seguir creciendo, cooperando para seguir navegando con este buque tan singular. Desde la atalaya de mi jubilación, mis más de cuarenta felices años a bordo del mismo contemplan con orgullo un proyecto con sus virtudes y sus defectos, como toda obra humana, pero con ese sello particular y diferenciador que supone la filosofía cooperativista al servicio de la comunidad en la que vivimos. Un proyecto con un funcionamiento democrático interno, revolucionario en el ámbito laboral en el que nos movemos, y que hace de la solidaridad entre sus integrantes, con el objetivo nítido de no dejar a nadie atrás, la que, para mi gusto, supone su mayor y más identificable seña de identidad. Como aficionado a la montaña en cuadrilla, lo importante no es llegar el primero, sino conseguir que nadie quede sin lograr el objetivo y la solidaridad en nuestro grupo cooperativo busca, así lo entendí siempre, hacer realidad esa misma aspiración.

Hoy, cuando se acaba de consumar la separación de dos de sus piezas de mayor tamaño, importantes lo son todas, no resulta baladí reflexionar sobre el hecho de que esta postura, aunque insinuada desde años atrás, haya tomado cuerpo tras esa pandemia, todavía no completamente superada, que vivimos la humanidad entera desde hace casi tres años. Una pandemia que nos ha puesto frente al espejo como sociedad y que, sorprendentemente (¿O quizás no?), ha contribuido a sacar a la luz nuestro fondo de armario. Aprendimos a confinarnos a la búsqueda de un aislamiento, tan supuestamente beneficioso para nuestra salud particular, como nefasto para nuestras relaciones sociales; convivimos con una mascarilla que nos obligó a recelar del prójimo (próximo) como si de un apestado se tratase. El egoísmo rampante nos llevó a exigir una vacuna, “nuestra” vacuna, de rápida investigación y más urgente aplicación, aunque de muy sectaria distribución, que hizo que nuestras terceras dosis convivieran en el tiempo con la nula vacunación en cantidad de países empobrecidos. Y por si todo esto no fuera suficiente, topamos con unas insolidarias y poderosísimas empresas farmacéuticas que, con sus preciadas patentes a buen recaudo y en aras de su propio beneficio, primaron la venta de su producto al mejor postor, antes que al más necesitado. Crecimos en individualismo y mermamos en comunidad. Potenciamos nuestro egoísmo y olvidamos la solidaridad. También en nuestra casa, claro, porque quienes componemos este proyecto no somos diferentes del resto de personas.

Los reproches, habituales en procesos conflictivos, dirigidos en este caso hacia el grupo cooperativo por quienes ya se han ausentado, nos ponen ante esa reflexión que dice que “cuando termines de hablar mal de mí, no se te olvide decir todo lo bueno que hice por ti”. Podrán argumentarse mil razones de todo tipo y estoy dispuesto a asumir que quizás algunas de ellas, o incluso todas, puedan tener su parte de razón, pero cuando el denominador común que identifica a quienes, a lo largo del tiempo, optan por abandonar el grupo se concreta siempre en unas cuentas de resultados que miran por encima del hombro a las de cooperativas más modestas y en la eliminación de la obligación de contribuir con un porcentaje fijo al Fondo Social Intercooperativo, aquellas “razones” quedan excesivamente contaminadas como para, cuando menos, ser puestas en cuestión. Ande yo caliente…

Quienes nos ha abandonado lo han hecho desde el ejercicio de un derecho a decidir que, como derecho tan habitualmente reclamado en tantos ámbitos en nuestro pueblo, no solo no resulta discutible, sino felizmente compartido. Y lo han hecho, suponemos, en conciencia. La que exige cualquier decisión trascendental en la vida y que se acompaña de la asunción de sus consecuencias. Una conciencia que, como define el diccionario, implica “conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios”, además del “conocimiento claro y reflexivo de la realidad”. Esperemos que la referida conciencia les haya conducido correctamente, aunque a veces, como sentencian los ínclitos “Les Luthiers”, “tener la conciencia tranquila solo es síntoma de mala memoria”. Y no van desencaminados, creo yo.